Página12- Miércoles, 20 de abril 2011
Para María Graciela Rodríguez, tanto lo que se tiene en común como la diferencia son la base de la comunicación. Y el diálogo entre iguales y diferentes hace posible el ejercicio político que construye lo común.
“Una ciudad está compuesta por diferentes hombres: personas similares no pueden crear una ciudad”, dice Aristóteles. Y el sociólogo Richard Sennet coloca esta frase, a modo de epígrafe, en su espléndido Carne y piedra.
La ciudad, entendida aquí como polis, no remite simplemente al lugar donde se dirimen los conflictos, aunque abarca esta idea. La ciudad de Aristóteles que retoma Sennet es más bien el espacio donde la diferencia misma es motor de la política, donde se ponen en juego las opiniones que una sociedad posee sobre sí misma y sobre sus “otros” y donde estas opiniones dialogan para elaborar lo común.
La experiencia básica, compartida, de la humanidad habilita a relacionarse con un otro que vive su experiencia en el marco de situaciones y valores distintos sesgados por la clase, el género, la etnia, la residencia geográfica, las credenciales educativas, etcétera. Comunicar implica poner en común, y en el mismo proceso, dialogar sobre lo diverso de eso en común. Como una moneda de dos caras, no hay posibilidad de comunicación si no hay algo en común; pero tampoco habría nada que comunicar si no hubiera diferencias. Y sólo se produce sentido al reconocer la diferencia de una experiencia común. Por ende, si la “mismidad” permite la comunicación, la alteridad interroga la relatividad de la propia experiencia, y, como resultado de esa interrogación, se visibiliza la diferencia. Por eso, alteridad, mismidad y diferencia son categorías que permiten discernir y re-elaborar la diversidad constitutiva de la experiencia humana y social.
En las sociedades mediatizadas contemporáneas resulta ingenuo pensar a los medios de comunicación como simples “apéndices” de lo social cuando, actualmente, son uno de sus componentes fundamentales. Gran parte de los sentidos comunes que intervienen en el diálogo se ponen en juego en situaciones cotidianas, tanto informales como institucionales. Y otra buena parte de ellos circula a través de los medios de comunicación. Ambas instancias permiten la comunicabilidad y la puesta en común de la diversidad de la experiencia humana. Y aun cuando es innegable que el espacio público no puede reducirse a los medios, tampoco es posible ignorar la coparticipación que éstos sostienen en su construcción.
De hecho, espacio mediático y vida cotidiana confluyen poderosamente en esa zona rutinaria, gris y poco visible del día a día. Allí los medios inscriben ininterrumpidamente la diferencia, la alteridad y la mismidad, y de ese modo proveen marcos que encuadran la producción cotidiana de significados, los que a su vez orientan la regulación de las relaciones sociales. Los medios proporcionan recursos para formular juicios en el mundo cotidiano de los sujetos, poniendo en circulación tópicos y narrativas peculiares, aportando discursos, textos e imágenes, y alimentando entonces el diálogo que necesariamente se requiere para la comunicación pública.
Y aquí se dimensiona un punto central sobre el modo en que se negocia la relación entre los grupos, porque la comunicación no sólo permite el diálogo, sino que además expresa públicamente, pone blanco sobre negro, las relaciones entre las fuerzas desiguales de las que cada grupo dispone para hacer prevalecer su posición. El propio diálogo representa el límite de una frontera móvil entre sujetos con diversos grados de poder y señala por eso un concepto relativo al lugar desde el cual cada grupo puede acreditarse como legítimo, como interlocutor válido, como portador de una voz pública con peso pleno. O no. Y por qué.
Decíamos al comienzo que no hay posibilidad de política en la mismidad, que no hay “ciudad” posible sin diferencia y que sí la hay entre sujetos diferentes. La cuestión crucial aquí es que estos sujetos diferentes comparten (o deberían hacerlo) un estatuto similar: el de la igualdad en la ciudadanía. Ser iguales no equivale a ser lo mismo. Porque mientras lo primero implica una base igualitaria de derechos y deberes, lo segundo sólo expresa in-diferenciación. Por eso, escuchar voces diferentes entre iguales ayuda a pensar, corrige errores, señala caminos hacia lo común, moviliza certezas, desestabiliza “verdades” adquiridas, previene contra los totalitarismos de cualquier signo. Alguna vez Aldo Rico dijo que “la duda es la jactancia de los intelectuales”. Pues bien, dudemos. O mejor: dejemos que la diferencia en igualdad nos haga dudar. Sólo el diálogo de iguales entre personas diferentes permitirá que la sociedad encuentre la polifonía necesaria para elaborar lo común. Ese es el camino de la política.
* Doctora en Ciencias Sociales. Docente Idaes-Unsam y UBA.
http://www.pagina12.com.ar/diario/laventana/26-166605-2011-04-20.html
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